Una frase misteriosa, un sueño extraño

A veces me vienen a la mente frases complejas, resultado retardado de pensamientos anteriores. Son misteriosas estas frases porque, cuando vienen, ya no se ligan a ninguna fuente. Por ejemplo, la frase siguiente me vino a la mente y podría haber sido dicha por tantas personas infelices: “Quería darte pan para tu hambre pero querías oro. Sin embargo, tu hambre es tan grande como tu alma, que encogiste a la altura del otro”.

¿Por qué estas palabras que yo no viví? La única hipótesis, a causa de la palabra oro, es que vienen del sueño que una lectora tuvo. Ella lo escribió para mí. La lectora firma como Azalea, quien después se volvió una gran amiga. Y me escribió: 

“No te sorprendas ni te asustes. La interpretación es la mejor posible. Soñé con una especie de terreno inmenso, con la tierra revuelta hacia los lados. Junto a este terreno, agachadas, arrodilladas, muchas personas. Todas desconocidas para mí que, de cerca, observaba la escena. De algunas no podría saber si las conocía o no, tan enterrados estaban los rostros en el trabajo de revolver una y otra vez la tierra. Buscaban oro, Clarice. Y lo encontraron. Porque frente a cada uno de ellas crecía, cada vez más, un monte brillante que no podía dejar de ser oro. 

En medio de aquella gente, alucinada, cavando también, había una persona cuyo rostro conozco bien: Clarice Lispector, la escritora —quien para mí siempre fue, desde los tiempos de mi clases de literatura clásica, la mejor escritora en nuestra lengua. El rostro me era tan familiar que me pareció como si ahí estuviera alguien de mi familia. Entonces, con ansiedad igual a la tuya, comencé a acompañar tu trabajo de excavar oro. 

Al contrario de los otros, frente a ti había un montón inmundo de tierra. Oro, no. Los otros cavaban y, felices, separaban el metal brillante, aumentando cada vez más los montones. Tú no. Cada vez que, desesperada, enterrabas las manos en la tierra revuelta, arrancabas puñados de cabellos oscuros, sucios, horribles. Y mirabas atrás con desesperación, buscándome, mostrándome el resultado de tu búsqueda. 

Y nuevamente te entregabas a aquella loca, desesperada excavación. Tus miradas y gestos, mostrándome las manos sin oro —ni siquiera cabellos dorados sacabas— todo eso me llegaba como una llamado de ayuda. Entonces me dirigí a ti. Toqué tu hombro. Te pedí que salieras de ahí. Aquello no era para ti. Qué extraño porque en todo momento me sentía angustiada, desesperada y enferma, como si yo fuera la misma Clarice Lispector. 

Me hiciste caso. Te levantaste dispuesta a acompañarme. De espaldas al grupo que continuaba cavando ávidamente, salí llevándote de la mano. Sentí, entonces, que aún te resistías. Y mirabas atrás. Triste de alejarte del sitio, como si ahí estuviera guardada tu última esperanza. Caminamos un poco, de la mano, sin hablar. Llorabas mucho, y de vez en cuando te desprendías de mí y te mirabas fijamente tus dos manos vacías. Una a lado de la otra. Y sollozabas: ¡vacías, Azalea! Yo las tomaba, con miedo de que volvieras a aquel trabajo de locos. Fue ahí, entonces, que surgió ante nosotras un hombre. Todo de oro, pero estaba vivo porque caminaba y sonreía bondadoso, amigable. Conocido tuyo. Mío no. Gritaste su nombre y corriste hacia él. Abrazados, muy unidos, yo ya no distinguía quién era de oro, tú o él. Ambos brillaban y una claridad, una luz intensa lo inundó todo. Desperté llorando mucho. Conté el sueño a los míos, en la mesa del desayuno. Era domingo. Mi cuñado dijo: “Mira, Clarice Lispector debe estar hoy en el Jornal do Brasil, voy afuera a comprar uno para ti”. De ahí comencé con estas ganas de hablarte. Escribiendo, por teléfono, de algún modo quería hablarte. Mi cuñado regresó y dijo: “Ella escribe los sábados”. Esperé hasta el próximo sábado. Su periódico hizo que Clarice entrara, en esta mañana soleada y fresca de abril, aquí a mi casa. 

Azalea no se quedó solo en la carta. Me envió, con la carta, a un muchacho joven, puro, límpido: era Domenico, con rosas blancas trepadoras para mí. Estas rosas son muy misteriosas: cuanto más pasa el tiempo y más envejecen, más perfumadas se vuelven. Le llamé a Azalea para contarle y ella dijo que estas rosas son así y que me regalará un retoño para plantarlo en mi terraza, cerca de la reja, para que puedan subir y perfumar mi vida. (Ahora, por hablar de perfume, sentí tanta nostalgia que fui a mi cuarto y me eché Scandal de Lanvin en el cabello. Y, como tengo el cabello claro, imaginé que se volvía de oro, como en el sueño de Azalea). 

Me quedé impresionada con el sueño y solo sé que es simbólico. Le preguntaré a un hechicero amigo mío, psicoanalista, qué interpretación darle el oro, y también a mi frase sobre el oro y el pan. Y así de pronto, llena de alegría, me acordé de que el pan tiene la riqueza del trigo.